El siguiente cuento reflexiona sobre la tarea educativa mostrando las diferentes maneras de educar y de formar al otro.
Desde lo poco que conozco de Santiago del Estero, tengo la certeza de que la gente de allí se identifica con el último grupo de hombres que menciona el cuento. Gente que tiene muchas menos posibilidades que las que tienen los ladrilleros y menos ciencia que los grandes sabios, pero que tienen una gran riqueza: tiempo y amor por su tierra. Son hombres, mujeres y niños que se familiarizan con su tierra, se identifican con ella. Ellos caminan dejando huella. Y también su tierra va hablando de ellos.
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Quilumpa, Santiago del Estero. |
Hay muchas maneras
de estudiar la tierra. De relacionarse con
ella. He conocido un grupo de ingenieros
que vinieron al campo, extrajeron pequeñas
muestras de tierra, y luego las analizaron
minuciosamente en sus laboratorios. Al tiempo
volvieron acompañados por otros hombres
e instalaron una ladrillería. Arañaron
la superficie de la tierra y le sacaron
toda la capa fértil. La humillaron
prolijamente en el pisadero, la mezclaron
con otros elementos, de la zona unos y otros
traídos de afuera. Moldearon el amasijo,
luego lo resecaron al sol y lo apilaron
de a miles formando un hormiguero. El fuego
completó la obra, endureciendo esta
tierra fértil, desmenuzada sin identidad
en una infinitud de paralilepípedos
útiles para ser transportados y apilados
en cualquier parte.
Cuando se agotó
la tierra fértil y el paisaje mostró
su rostro agrio de médano y de tosca,
esos hombres levantaron el campamento y
se fueron a reanundar su minería
en paisajes nuevos. No creo que la nostalgia
haya tenido nada que hacer en su despedida.
Nada dejaban allí esos hombres que
fuera obra suya, a no ser los restos de
hornallas de color entre rojo y negro, que
en ese paisaje de tierra semejaban bocas
de puñalada en el cuerpo de un finado.
También
he visto un grupo de hombres que en términos
científicos hablaban de la fauna
y de la flora. De cada yuyo distinto sacaron
un par de hojitas. Descubrieron flores raras
y se indignaron al comprobar que otras se
habían extinguidos. Estos hombres,
¡Con qué respeto y con qué
altura hablaban de la tierra! Con términos
precisos y correctos aborrecieron el trabajo
de los ladrilleros.
Y luego de unos
días, agotado ya lo que tenían
que decir, se fueron también ellos
del paisaje, sin que quedaba de ellos ni
un recuerdo en absoluto. A su paso, es cierto,
el paisaje no quedó humillado. Pero
tampoco se aportó nada nuevo al paisaje.
No se vio allí organizarse un trebolar,
ni verdear un trigal, ni preñarse
los surcos en el batatal.
Al tiempo, una
ley declaró a ese paisaje: "Parque
Nacional". Y con ello esa tierra fue sentenciada
a virginidad perpetua; a ser para siempre
tierra de turismo, paisaje para ser gozado
o estudiado sin compromiso; con prohibición
absoluta de que allí se hiciera ni
organizara nada.
Y he visto también
otros grupos de hombres. Vinieron con todo
lo poco que tenían, y algunos animales.
Tenían muchas menos posibilidades
que los ladrilleros y mucha menos ciencia
que los sabios. Pero tenían una gran
riqueza: tenían tiempo y cariño
por la tierra.
Comenzaron por
incendiar un trozo de pajonal. Ordenaron
un pequeño trozo de paisaje y allí
se instalaron para vivir. Traían
semillas distintas, nuevas para ese paisaje
viejo. Al principio todo pareció
quedar igual, salvo los pequeño tablones
de geografía cambiada. Y la presencia
constante de aquellos hombres en diálogo
continuo con la tierra, interpelándola
por los abrojos, por la quínoa y
el chamico.
Nuestros hombres
no interpelaban a la tierra por lo visible
de la tierra, por lo que la tierra mostraba.
Interpelaban a la tierra por lo que en la
tierra había de oculto. No se limitaron
a recoger u organizar lo que encontraron
en su superficie. La incendiaron, la roturaron,
la recorrieron tranco a tranco sembrándola
de semillas nuevas. Después supieron
esperar. Esperaron vigilantes, carpiendo
siempre el rebrote del paisaje viejo. Y
lo que es importante: vivieron en la tierra;
no se fueron de ella.
Eran hombres
con fe en la tierra. Con un cariño
profundo por la tierra. Sabía que
la tierra tiene posibilidades muchísimo
más ricas que aquello que puede dar
cuando es dejada a sus solas fuerzas. No es que se
hayan propuesto liberarla de algo: yuyos
invasores o antiguo pajonal. No quisieron
liberar la tierra de algo. Quisieron liberar
algo en ella. Sus posibilidades ocultas,
su capacidad de trigal, su florecer de linares,
sus rastrojos de maizal fortificado de trojas.
La tierra aceptó
a estos hombres. Les devolvió con
inmensa generosidad las semillas que ellos
habían sembrado. Al tiempo comenzó
a haber una identificación entre
esos hombres y la tierra liberada.
Bajo un mismo
sol, la tierra y los hombres comenzaron
a tener la piel color trigal. Y cuando el
hombre se acostó a dormir en el surco,
la tierra se levantó a vivir en el
alma de sus hijos.
Así cuentan
que nació el folklore, con sus coplas.
Fuente: Mamerto Menapace,
publicado en "La sal de la tierra", Editorial
Patria Grande.